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El viaje de ida y vuelta de ocho venezolanas deportadas a El Salvador y rechazadas por el Gobierno de Bukele

Redaccion Uno by Redaccion Uno
14 de mayo de 2025
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El viaje de ida y vuelta de ocho venezolanas deportadas a El Salvador y rechazadas por el Gobierno de Bukele
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Cuando el 15 de marzo a las 6.48 p.m el juez James E. Boasberg ordenó de manera verbal al Gobierno de Donald Trump detener las deportaciones de migrantes venezolanos desde el aeropuerto de Harlingen (Texas), Franyeli Carolina Zambrano Manrique ya estaba en el avión, vestida con pantalón azul, pullover gris combinado con los zapatos y esposada de pies y manos, lo que le resultaba incómodo cada vez que se llevaba un trozo de sándwich o un sorbo de agua a la boca. Para esa hora de la tarde, casi de noche, un primer vuelo de la aerolínea Global X se encontraba surcando el cielo mexicano y un segundo se desplazaba sobre el Golfo de México (Golfo de América, según Trump). Ignorando la advertencia del juez del Tribunal Federal de Distrito de Washington, un tercer avión, el de Franyeli, se preparó para despegar y aterrizar, suponía ella, en el Aeropuerto Simón Bolívar, en la zona metropolitana de Caracas. Pero eso nunca sucedió.

Por EL PAÍS DE ESPAÑA

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“Sentía alegría y tristeza a la vez de regresar a Venezuela”, cuenta Franyeli, de 30 años. El grupo de mujeres que iban a ser deportadas era de 18, pero solo ocho llegaron a subir al avión en el aeropuerto de Texas. Los oficiales estaban apurados, no querían perder tiempo, ni que nada les impidiera llevar a cabo la expulsión. Franyeli avisó de que llegaría a Caracas, y en Maracaibo la esperaban su padre y sus cinco hijos. Las demás mujeres hicieron lo mismo. Scarleth Rodríguez, por ejemplo, le pidió a su mamá, en Antímano, que le tuviera listo un pollo guisado.

Sin embargo, las ocho mujeres venezolanas, según ellas y sus familiares, fueron “secuestradas” y “engañadas” por los agentes del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE). No fue hasta pasadas unas horas cuando descubrieron que no las habían llevado a Caracas, sino que habían aterrizado primero en Guatemala y luego en El Salvador.

Los últimos días habían sido los más largos en la vida de Franyeli. El sábado 8 de febrero manejaba junto a su esposo Rolando Barreto Villegas, de 34 años, rumbo a St. George, en Utah, donde planeaban pasar el fin de semana en una habitación de hotel. Sobre las cuatro de la tarde, dos oficiales de migración detuvieron el auto. Al confirmar que eran de nacionalidad venezolana, les comunicaron que tenían órdenes de arresto, a pesar de que permanecían en el país como beneficiarios del Estatus de Protección Temporal (TPS). Ya en la oficina de ICE, los oficiales quisieron saber en qué trabajaban. Ella, arreglando uñas; él, en labores de construcción. Llevaban diez años casados.

También preguntaron si Rolando la prostituía o si pertenecían a alguna banda criminal. Les dijeron que no. Indagaron si tenían tatuajes. Eso sí. Y algunos coincidían con la lista de dibujos que los oficiales les mostraron, y en la que había estrellas, coronas, un león, una rosa y las frases “Real hasta la Muerte” o “Hijas de Dios”.

Franyeli y Rolando se negaron a firmar el documento en el que debían admitir que eran miembros de la banda criminal Tren de Aragua, pero no importó. Ese fue, en realidad, el momento en que comenzó su viaje de retorno. Fueron esposados y trasladados al centro de detención de Henderson, en Nevada, donde los oficiales “pateaban la comida con los pies y, si se derramaba, la recogían del piso”. Después de un mes encerrada, unos guardias llegaron a la celda de dos por cuatro metros que Franyeli compartía con otra reclusa venezolana. La despertaron. A Franyeli le pareció raro. Eran las tres de la madrugada de un viernes. “Siempre veía que las deportaciones salían los martes, por eso me sorprendió mucho”, dice.

Franyeli preguntó a dónde la llevaban, pero el oficial no descifraba su español, y ella no entendía su inglés. Entre tanta palabra escuchó cuando decía “ICE”, pero no alcanzaba a averiguar qué estaban haciendo con ella. Pasadas unas horas supo que iba a ser deportada a Venezuela. “Obviamente me alegré”, confiesa. Encadenada de pies y manos, la trasladaron a otro centro de detención donde llegó a ver a su esposo junto a un grupo de hombres venezolanos. Imaginó que los iban a mandar juntos a su país. El sábado, 9 de marzo, los subieron en un avión que luego aterrizó en Washington, donde recogieron a otros 17 hombres y dos mujeres más. Despegaron rumbo a Texas.

Seis días después, desde el centro de detención en el que permanecían, salieron en autobuses repletos de migrantes rumbo al aeropuerto. Scarleth, de 21 años, estaba eufórica. Llevaba nueve meses detenida, desde que se entregó a las autoridades fronterizas en agosto de 2024. Nunca le permitieron salir de prisión y ahora, aunque fuese deportada, iba a estar libre. “Estaba contenta porque venía para Venezuela”, dice su madre, Yelitza Rodríguez, una vendedora ambulante de las calles de Antímano, que le preparó el pollo guisado que pidió su hija antes de salir de Estados Unidos. “Yo sentía que iba a llegar de sorpresa, que me iba a tapar los ojos por detrás”.

“Los oficiales de ICE no nos dejaron abrir las ventanas del avión”
Casi una hora después de la primera orden de detener las deportaciones, el juez Boasberg volvió a pedir —de manera escrita esta vez— que la administración de Trump regresara a suelo estadounidense los tres aviones que habían salido desde Harlingen. Para entonces, el primer vuelo ya se encontraba en Guatemala, el segundo sobrevolando México, y un tercero todavía seguía en tierra. Un día antes, el actual presidente había firmado una orden ejecutiva que invocaba la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, creada para tiempos de guerra pero usada ahora para justificar la expulsión de personas consideradas parte de una fuerza invasora.

El vuelo de Global X en que iba Franyeli finalmente despegó por encima de la palabra del juez. Su esposo iba en otro avión. Franyeli no recuerda exactamente cuánto fue, pero el viaje se le hizo largo. Si necesitaba ir al baño, un oficial de ICE la acompañaba. A las ocho mujeres les parecía raro que las ventanillas de la aeronave se mantuvieran cerradas todo el tiempo. “Los oficiales no nos dejaron en ningún momento abrir las ventanas del avión”, dice Franyeli.

Cuando el avión aterrizó la primera vez, les informaron de que estaban en Guatemala, pero que seguirían hacia Caracas. Cuando aterrizaron por segunda vez, ellas mismas se dieron cuenta de que ese no era su país. “Oye, marica, esto no es Venezuela, hay demasiado antimotín”, dijo una que alcanzó a levantar una persiana. Cuando Franyeli se asomó, vio que, efectivamente, se trataba de otro lugar. “Empezamos a llorar, los hombres a gritar, diciendo que no nos íbamos a bajar”, cuenta.

Entre el alboroto, las negativas a firmar los documentos que les entregaban y los gritos, un oficial “se puso violento”. Franyeli recuerda cómo el agente de ICE, con identificación HOU-02, le dio “una cachetada” a una mujer, y a otra la arrastró por el pasillo del avión. A todas les asustó ver, desde la ventanilla, la manera en que bajaban a los hombres que habían llegado en otra aeronave. “Los agarraban, los lanzaban por las escaleras, y cuando caían abajo los levantaban y los sacaban arrastrados”, dice Franyeli.

Esos hombres eran los 238 reclusos que luego el mundo vería, a través de imágenes difundidas por el presidente Nayib Bukele, bajar casi a rastras por las escalerillas de un avión hasta llegar, esposados y vestidos de blanco, al Centro del Confinamiento del Terrorismo (CECOT), el lugar que el Gobierno salvadoreño puso a disposición del estadounidense para alojar a emigrantes venezolanos. Se trata de la mega cárcel con capacidad para albergar hasta 40.000 internos que Bukele muestra al mundo y que esconde un terrorífico sistema carcelario con unos 120.000 reos, la tasa de encarcelamiento más alta del mundo.

Desde entonces, organizaciones y jueces han condenado el envío de reclusos venezolanos a El Salvador, al asegurar que viola el debido proceso. Un estudio de Human Rights Watch (HRW) arrojó que, de cuarenta casos de venezolanos deportados al país centroamericano, ninguno tiene antecedentes como “criminales”. HRW también ha calificado estas deportaciones como “desapariciones forzadas”. Los detenidos no solo permanecen incomunicados de sus familiares y abogados, sino imposibilitados de asistir a sus audiencias en Estados Unidos. El Gobierno de Trump, por su parte, no ha emitido un listado oficial con los nombres y el número exacto de las personas enviadas a El Salvador, un grupo al que más tarde se sumaron otros venezolanos. El 31 de marzo, el Departamento de Estado comunicó que 17 presuntos pandilleros habían sido deportados a ese país, y el 13 de abril, el ministro de Seguridad salvadoreño confirmó que recibieron a otras 10 personas provenientes de Guantánamo.

Ni el listado que hizo público CBS News ni las autoridades estadounidenses han mencionado nunca a las ocho mujeres que también llegaron a El Salvador. El mismo día en que aterrizaron, sin bajarse del avión, fueron devueltas en un vuelo directo hacia Estados Unidos. “Los oficiales en el avión ya tenían la orden de que no nos iban a recibir. Nos dijeron que estábamos en El Salvador, pero que las mujeres íbamos a ser devueltas”, cuenta Franyeli. Hasta hoy no existe una explicación oficial de por qué las llevaron y por qué las regresaron, pero sí se conoce que el CECOT es una cárcel exclusivamente para hombres. Completamente olvidadas por la prensa o los políticos, ahora piden ayuda para hacer justicia por lo que les hicieron.

“Que la deporten ya, no es justo lo que están haciendo”
La familia de Gladys Yoleida Caricote Tovar, de 28 años, no sabe qué hacer ni cómo ayudar a su muchacha. Desde que regresó de El Salvador permanece en un centro de detención de Texas, donde hace unos días la golpearon. “Me llamó y me dijo que le pegaron, la tienen llena de moretones, le tiraron la comida por la cara, la tienen encerrada en un cuarto de castigo”, dice un familiar que pide permanecer en anonimato.

Gladys está en manos de ICE desde que el 10 de diciembre de 2024 la detuvieron en Colorado, delante de su madre y sus tres hijos menores de edad. La joven fue trasladada a los pocos días al centro de detención de Texas y sus hijos entregados a una familia sustituta. La abuela solo pudo recuperarlos semanas después. Gladys pensó, el día en que la subieron al avión junto a siete mujeres más, que por fin iba a llegar a Venezuela y salir de la vida en la cárcel. No soportaba más el encierro. “Ella se siente mal, en estos días le dio un ataque de pánico, tuvieron que llevarla al médico”, cuenta su familiar, que implora que de una vez la manden a su país. “Que la deporten ya, no es justo lo que están haciendo con ella”.

Es lo mismo que pide Yelitza para su hija, quien también fue golpeada recientemente en el centro de detención en que se encuentra desde que regresó de El Salvador. “Ya mi hija no quiere estar más en Estados Unidos, quiere su deportación”, dice la madre. “No sé qué hacer, ni a dónde llegar, ni cómo buscarla y traerla. Ya yo quiero que venga, ese país es muy inhumano. Me llamó llorando, me dijo que no aguantaba más ahí, que se estaba volviendo loca”.

De las ocho mujeres enviadas al CECOT, solo tres han sido devueltas a Venezuela. El resto permanece en centros de detención sin saber por cuánto tiempo. Franyeli fue deportada el 5 de abril a su país, donde la recibieron su padre y sus hijos en la casa de siempre, la que quería arreglar con el dinero de su trabajo en Estados Unidos para regresar a vivir en ella en algún momento. Rolando, su esposo, permanece incomunicado hasta hoy en el CECOT, y Franyeli no sabe cómo costearse un abogado para que atienda su caso. “Es fuerte, estoy asimilando esto todavía, esperando a saber de Rolando”, dice. Con los días buscará un trabajo y volverá a la vida de siempre, la que tuvo antes de partir, la que un día quiso que fuera distinta.

Tags: nacionalespoliticaVenezuela
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