Se ha venido hablando en estos días del cumplimiento del primer centenario del Colegio San Ignacio en Caracas, donde fui mal estudiante de parte de la primaria y todo el bachillerato, y muy feliz. Fui miembro de la Cruzada Eucarística y de la Congregación Mariana, donde no hice nada excepto fortalecer mi fe en la Virgencita del Colegio.
No jugué fútbol, no jugué béisbol, no aproveché la hermosa piscina olímpica aunque estuve en la inauguración formando parte de la Banda de Guerra del San Ignacio, donde fui mal trompeta, pero entre tantas trompetas que uno tocara mediocremente no se notaba tanto.
Recuerdo, eso sí, excelentes amigos. Recuerdo uno maracucho de apellido Villalobos que fue la primera persona en el mundo que me habló de lentes de contacto a mí, miope en profundidad desde mi cuarto grado, en el que fuera el Colegio Católico Venezolano luego arrasado por la Avenida Baralt, cuando la maestra de cuarto grado pensaba que eran pretextos mios cuando alegaba que no veía las cifras en el pizarrón y me dio unos poco didácticos pellizcos con sus largas uñas.
Cuando mi padre consiguió cupo en el San Ignacio, yo tenía ya mis lentes y el Colegio incluía un edificio de cinco o seis pisos con dos grandes puertas, unido a la vieja y original casona en la bien llamada esquina de Jesuítas. En aquél quinto grado el maestrillo fue el generoso y bonachón Hermano Lanz, a quien ocultamente llamábamos “Bolita”, por su cabeza pelada afeitada al rape, que se encargaba de 5º A, mientras el igualmente bonachón pero mucho más grande Hermano Pepe, a cargo del 5º B. Cuando pasé a 6º me tocó la sección que no recuerdo si tenía por meaestrillo al padre Uzcúdum o al padre Carricaburu. Pero mis cuadernos, lápices, algunos libros, un elegante misal y los tickets para el desayuno los compré al gruñón Hermano Pedro.
Reconozco que fui mas que tolerado consentido por los dos prefectos que conocí, los padres Machimbarrena y Arruza, los dos rectores que me me vigilaban los padres Salaverría y Aguirre, los dos padres espirituales que intentaron guiarme, Aguirreolea y Muniategui.
Venezuela estaba controlada por los militares y yo los domingos leía con deleite el suplemento de La Esfera, con Don Pancho y Ramona, El Fantasma llamado “el duende que camina” por Gurán, jefe de los pigmeos, Mandrake el Mago con su musculoso africano Lotario, príncipe que había dejado a su tribu en África para irse de aventuras con Mandrake, un mago que andaba por la vida con chistera, frac, capa y varita mágica ayudando a la gente. Benitín y Eneas, una especie de Tio Tigre y Tio Conejo por la diferencia de tamaños entre el pequeño Benitín y el largo Eneas y el Llanero Solitario, otro arreglador de entuertos, con su caballo Silver y su indio que lo llamaba Kemo Saby o algo así.
De aquellos tiempos recuerdo cuando mucho se hablaba del terreno en Chacao, al cual finalmente empezamos a mudarnos poco a poco, empezando por el segundo año. Y compañeros como Vicente Lecuna, después médico pero en aquellos tiempos intérprete del bombo de la banda, y Antonio José Lovera, de manos enormes y muy alto, que sustituyó a Antonio Suels como tambor mayor. Ya para entonces mis padres, mi hermano, la perrita Betsy -una cocker spaniel nacida en Inglaterra- y yo nos habíamos mudado a La Castellana, a poco distancia de la entrada al colegio por la puerta de arriba.
En el San Ignacio fui, en realidad, hombre de letras, odiado por el áspero profesor de matemáticas Urmeneta, el más aguantador Padre Arín y los siempre sonrientes profesores de química Fanjul y el enorme haitiano Bredy, y en algún momento llegué a ser el primer alumno con una columna propia en Edasi, la revista del Colegio, actor junto con Eduardo Fernández, Oscar Bracho y un muchacho de apellido Araujo en la comedia astracanesca “Los Cuatro Robinsones”. Después actué en otras dos obras en los dos años siguientes pero de ellas no me acuerdo.
Entre mis grandes amigos estaban Martín Velasco, ya fallecido, en cuya casa en La Florida jugábamos dominó (yo muy mal), Roberto Wallis también fallecido, Miguel Boccardo campeón ciclista y años después directivo del Banco La Guaira, también muerto de un infarto, los hermanos Betancourt Oteyza Guillermo y Luis, Oswaldo “Pico” Páez Pumar quien años después fue mi abogado y Nelson Geigel Lope-Bello, hoy en la Universidad Simón Bolívar pero en aquellos tiempos mi guía en las mejores fiestas caraqueñas. También Freddy Rivas, después abogado que se asimiló a la Marina, y Abel Rodríguez, extraordinario imitador de voces quien en vez de una carrera en el espectáculo se hizo militar y le perdí la pista.
Los tres hermanos Armand, de ellos Gabriel me abrió las puertas de Kafka y del existencialismo. Gilberto publicista y el mayor Jorge, silencioso y distante, arqueólogo en Mérida. También Rafael Tomás el hijo mayor de Rafael Caldera, y Lorenzo el hijo mayor de Lorenzo Fernández. Y muchos otros que sería largo enumerar, Joseba Bilbao hoy regresado al País Vasco, y Gilberto Morales constante hombre de éxito en negocios y familia.
Hoy el San Ignacio es otra cosa, más moderno y sin el enorme campo de fútbol donde hoy vive el gran Centro San Ignacio. Era aquella otra Venezuela que hoy recuerdo con melancolía. Han pasado 75 años de cuando comencé en quinto grado entre Mijares y Jesuítas. El país ha producido de todo, excepto buenos políticos –al menos en los últimos 50 años.