Se imaginaban arrugados, cansados pero satisfechos de una vida plena…
Cuando Marcela conoció a Darío se prometieron amor eterno. Es extraño como en la adolescencia, a veces, sí se evoca a la vejez, pero desde una perspectiva poseída por un aura romántica: “Estaremos enamorados hasta que seamos viejitos”, se susurraban en las noches cálidas del verano del 77, sentados en su rincón favorito en Costanera Sur. Se imaginaban arrugados, cansados pero satisfechos de una vida plena, con el mismo brillo de su juventud reflejado en sus ojos. Se verían iguales que siempre porque, en el fondo, aún de grandes serían aquellos jóvenes idealistas de antaño, muy enamorados el uno del otro.
Por La Nación
Vivieron cuatro años de primeras veces. Para Marcela, primer beso, primer te amo, primer conocer a los padres, primer encuentro íntimo, primer viaje en pareja, primera vez en dormir la noche entera con el gran amor de la vida bajo una misma manta: “Sintiendo su respiración, ¡qué sensación tan única e inolvidable! Recuerdo deslizarme entre las sábanas y sentir una mezcla de adrenalina, paz y felicidad, todo junto. ¿No recordás esa primera vez como algo magnífico y a la vez extraño?”, indaga Marcela.
De cómo un amor puede desaparecer
Marcela tenía 21 años cuando todo se cortó. Al parecer, hay mucho de extraño en los amores de la primera juventud, por ejemplo, esa capacidad que tienen algunas personas de desvanecerse casi sin explicación alguna: “El famoso ghosting siempre existió, de hecho era más fácil antes, sin celular, redes y demás. Dejabas de llamar un día, después le seguía otro y otro, y, de pronto, un muro se elevaba entre las partes, una distancia de la que era difícil volver”.
El muro lo erigió el verano del 82. Las vacaciones por entonces tenían sabor a eterno, significaban un desprendimiento absoluto de la realidad (una vez más, una realidad sin redes), era como pasar a otra dimensión donde ir hasta el locutorio significaba romper el hechizo estival y salir por unos minutos del idilio para conectarse con la rutina olvidada del otro lado. Darío había escapado de la gran ciudad para pasar un mes con amigos en Brasil, llamó apenas llegó, a los seis días, en el día número diecisiete y después se esfumó como la espuma de mar que se había pegado en los dedos de Marcela, mientras lloraba su ausencia.
Leer más en La Nación