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“Jueves”, dice en inglés la pulsera de papel azul que Marta lleva en la muñeca.
Por BBC
Similar a las del “todo incluido” de los resorts del Caribe o las de los festivales de música, se la colocó la Patrulla Fronteriza cuando la dejó aquí esta mañana.
Es para que conste qué día llegó; porque su fecha de partida es incierta.
Hace dos semanas esta colombiana voló como turista a Cancún y se dirigió a la frontera norte de México, hasta la zona en Baja California donde abruptamente acaba el muro de nueve metros ordenado construir por Donald Trump, para cruzar a Estados Unidos, entregarse a las autoridades y solicitar asilo.
Y hoy le tocará pernoctar bajo el cielo raso y con un viento que corta en este pedazo de desierto californiano, a medio camino entre San Diego y Calexico, a kilómetros del poblado más cercano —Jacumba— y de cualquier carretera asfaltada.
Así lo hacen a diario desde mayo un promedio de 500 migrantes a la espera de que los recojan para que sus casos sean procesados.
No es un centro de detención oficial, sino una especie de sala de espera informal de un sistema saturado, según explicaciones de la misma Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP). Pero marcharse sería considerado delito federal.
“Nos dejaron en medio de la más absoluta nada, sin ningún recurso”, se lamenta la joven enfermera, frotándose las manos para sacudirse el frío. “Y quién sabe hasta cuándo. Hay gente que ha pasado hasta cinco días aquí”.
Campamentos sin infraestructura
Lo llaman Camp Willow y es uno de los tres asentamientos de ese tipo en la zona.
Aunque para ser un campamento tendría que haber una infraestructura mínima.
Y lo único que se encuentra entre los matorrales, la tierra árida y las rocas metamórficas típicas de este paisaje son dos baños portátiles provistos por las autoridades estadounidenses que se vacían una vez por semana y media docena de tiendas de campaña rosadas donadas por organizaciones que abogan por los derechos de los migrantes.
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