Un barco construye una isla artificial para crear un puerto costero que facilite la extracción petrolera en altamar, en la boca del río Demerara. MATIAS DELACROIX (AP)
En el restaurante Amici, el más exclusivo de Georgetown, un plato de carne de wagyu para compartir cuesta 350 dólares. Ningún postre baja de los 20. El jamaicano Gregory Lynch, un tipo enorme vestido de negro de pies a cabeza, le abre la puerta todos los días a ministros, magnates, empleados de las compañías petroleras, cantantes de música india, actores de telenovelas y hombres de fortunas de dudosa procedencia. Los camiones de la construcción provocan atascos día y noche. Llegar en avión hasta aquí desde algún país de la región cuesta 1.500 dólares. Un hotel frente a la costa cobra 700 la noche. Los taxistas hacen muecas si se les ofrece menos de 30. Los supermercados están llenos de productos importados que valen un ojo de la cara. El año que viene se construirá un nuevo estadio para el equipo local de críquet, los Amazon Warriors. En el pequeño país de Guyana, el dinero brota de la tierra.
Por Juan Diego Quesada / elpais.com
Durante décadas, esta antigua colonia británica ha permanecido oculta a los ojos del mundo. Difícilmente alguien de fuera hubiera podido situarla con precisión en un mapa. Era el segundo país más pobre de Latinoamérica cuando en 2015 su suerte cambió de golpe: ahora mismo es la economía que más rápido crece en el mundo, según el FMI. La estadounidense ExxonMobil y sus socios, Hess y la china Cnooc, encontraron más de 11.000 millones de barriles de petróleo frente a sus costas, un hallazgo del que el país podría vivir con holgura durante los próximos 20 años. La inversión extranjera y la construcción de infraestructuras se han disparado. Los expertos esperan que sus 800.000 habitantes cuenten, con el tiempo, con una de las rentas per cápita más altas.
Sin embargo, un asunto del pasado ha venido a perturbar esta luna de miel. Venezuela, país fronterizo, reclama como suyo el Esequibo, una región que supone dos tercios de Guyana y que fue otorgada a este país en un laudo arbitral en 1899. Frente a las costas de esa tierra selvática, dos veces el tamaño de Portugal, se han producido algunos de estos descubrimientos petrolíferos. El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ha cartografiado un nuevo mapa de su país en el que incluye el Esequibo, lo que supone toda una declaración de intenciones. Maduro y su homólogo guyanés, Irfaan Ali, se verán este jueves en San Vicente y las Granadinas, el país que preside temporalmente la Celac y actúa de mediador. La comunidad internacional ha mostrado su preocupación porque el desencuentro escale a un conflicto bélico.
“La amenaza venezolana ha causado preocupación en Guyana, no voy a mentir”, cuenta en su despacho Mark Phillips, primer ministro del país. “Pero Venezuela no puede parar nuestra prosperidad. No puede anexar el Esequibo, eso que dice el señor Maduro no es posible. Nunca, nunca, vamos a acceder a ninguna petición de Maduro y su Gobierno. Respetamos el trabajo de la Corte [Internacional de Justicia, donde se dirime el conflicto]”, se muestra firme Phillips.
El efecto del boom petrolero es impactante. En 2022, su PIB creció un 62% y para este año se proyecta un 37%. Ahora mismo produce 400.000 barriles diarios. Las autoridades y las compañías petroleras planean aumentar la producción hasta los 1,2 millones en 2027. Los expertos en crudo no habían visto hasta ahora una explosión semejante. El primer ministro explica que con ese dinero quieren mejorar la educación, las infraestructuras (ahora mismo muy deficientes), las universidades y los hospitales. El Gobierno planea conectar Georgetown, la capital, de forma directa con otras ciudades y llevar una autopista hasta la frontera con Brasil. El país se ha llenado de grúas, andamios y obreros trabajando las 24 horas del día.
Pasar de la noche oscura de Georgetown, donde hay poco alumbrado, a los salones del Carnival Casino produce unos instantes de ceguera. Los clientes juegan al póker, a la ruleta y a las máquinas tragaperras. Bling bling. Chinos que trabajan como lavaplatos se pueden gastar 10.000 dólares en una velada. Musa Deveci, turco, 47 años, casado, tres hijos, seguidor del Fenerbahce, repeinado con la raya a un lado, es uno de los responsables del casino. “Está lleno todo el rato, hay muchos extranjeros, de Canadá, de Estados Unidos… Hay gente que viene de fuera a montar restaurantes, tiendas… Se nota que Guyana está de moda”, sostiene Deveci. En la parte de arriba hay otro mánager, Metin Kaya, también turco. ¿Por qué los que mandan por aquí son todos turcos? “Donde hay un casino, hay un turco. Los manejamos muy bien”, dice Kaya, casado con una colombiana, habla cinco idiomas. Él es más escéptico con las consecuencias del boom petrolero, no lo nota tanto en las mesas de juego, aunque su jefe, un magnate israelí con mansión en las mejores capitales del mundo, va a construir el próximo año un hotel-casino con más de 300 habitaciones. Visión de futuro.
Theodore Kahn, analista para la región andina de Control Risks, ha visto en primera persona el crecimiento de Guyana. En general, dice, se han expandido las oportunidades y se prevé que la situación siga mejorando. El presupuesto del Gobierno se ha multiplicado. Sin embargo, se está produciendo un cuello de botella en la parte administrativa. La inversión y la llegada de empresas extranjeras ha superado la capacidad de las agencias públicas, lo que se traduce en lentitud en los trámites y los permisos. Conseguir mano de obra o materiales de construcción no resulta nada fácil. La economía crece por encima de sus posibilidades. “Hay una creciente dependencia del petróleo, que ya representa el 70% de la economía. Esto genera riesgos para cuando caiga el mercado. En algún momento se desplomará el precio. El gran interrogante es cómo va a responder Guyana”, explica Kahn.
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