El asesinato de Kennedy, el magnicidio más impactante del Siglo XX será siempre territorio de especulaciones, conspiraciones, teorías alocadas y sospechas. Lo única que asegura el paso del tiempo es que las certezas se diluyan cada vez más. Hubo una Comisión de notables, un fiscal tenaz, investigadores que no se conformaron con las explicaciones oficiales, defensores de balas mágicas, conspiranoicos, analistas persiguiendo intereses oscuros y muchos más, en una carrera alocada y siempre turbia por intentar desentrañar el móvil, el verdadero culpable y el ideólogo del asesinato cometido el 22 de noviembre de 1963.
Por infobae.com
Primero, los hechos: 60 años atrás, al mediodía, el Lincoln negro descapotable va a paso de hombre por una gran avenida de Dallas.
El Lincoln tiene tres filas de asientos. En la primera van el chofer y un agente el servicio secreto. En la segunda el gobernador de Texas y su esposa. En la tercera el matrimonio que todo el mundo había ido a ver pasar: John Fitzgerald Kennedy y Jackie.
Una pequeña multitud al costado del camino despejado los saludaba; algunos hacían ondear una bandera. De pronto, un ruido seco y abrupto. Unos segundos después -tal vez fue más inmediato todavía- ese ruido se repitió. Ya todos los que lo escucharon pudieron identificarlo: eran disparos.
El gobernador de Dallas se contoneó y se inclinó hacia su izquierda. El presidente de Estados Unidos se agitó en su asiento. Otros tres segundos, otra detonación. La cabeza de JFK se sacudió con violencia. Kennedy se desplomó mientras la cara se deshacía en un gesto de dolor. Jackie, su esposa, se desesperó y subió hacia la zona del baúl. Su traje rosa y su sombrero producen un contraste grotesco con la tragedia. Gateó por la parte de atrás de la carrocería hasta que un guardaespaldas logró hacerla ingresar al auto de nuevo, que ya asumida la gravedad de la situación, aceleró para alejarse del lugar.
No se sabe qué buscaba Jackie. Algunos sostienen que su instinto le indicó que debía recoger, con alguna esperanza, la masa encefálica de su marido diseminada por todo el auto; otros creen que intentó subir la capota para protegerse. También están los que afirman que en la desesperación, fuera de sí, intentó salir del auto por atrás.
El resto del camino Jackie sostuvo la cabeza de John en su regazo. La sangre empapó y tiñó su conjunto Channel. Ella procuraba que el cerebro de su marido dejara de escabullirse del cráneo.
Cuando el auto se detuvo en la explanada de Parkland, el hospital principal de Dallas, poco podían hacer los médicos. Sin embargo teniendo en cuenta la relevancia del paciente, estuvieron 40 minutos intentando lo imposible. Traqueotomía, maniobras de resucitación, vías en los brazos. Nada se podía hacer.
John Fitzgerald Kennedy había sido asesinado ese 22 de noviembre de 1963.
Abraham Zapruder, un comerciante norteamericano de origen ruso, estrenando su cámara Súper 8 de Bell & Howell, registró el hecho. Él sólo pretendía fijar el paseo presidencial para mostrarlo en reuniones familiares. Nunca pensó que pasaría a la posteridad. De otra manera se hubiera preocupado por su pulso, para que la imagen no saltara. Lo de la poca definición, lo del granulado de la imagen no fue culpa suya: eran los límites de la tecnología de la época.
Pero esa filmación, con sus imperfecciones, con el registro del hecho pero sin aportar demasiadas certezas, se convirtió en un documento ineludible y, al mismo tiempo, en metáfora del asesinato: en esos fotogramas vemos qué sucedió, presenciamos el crimen, pero nunca tendremos claro la manera exacta en que sucedió.
A la convulsión natural que le sigue a la muerte violenta de un presidente, debía sumársele que Kennedy no era un presidente cualquiera. La juventud y el carisma, la esposa, los hijos chicos, la sonrisa seductora, el nuevo lenguaje político que aportaba. La década que venía a modificar todo tenía en Estados Unidos a un presidente acorde. Todos esos factores multiplicaron el impacto.
La policía detuvo con velocidad a Lee Harvey Oswald a quien se le adjudicó el homicidio.
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