El jefe del régimen chino, Xi Jinping (Imagen Ilustrativa Infobae)
Desde hace casi once años, tiempo en que Xi Jinping ha conseguido concentrar para sí el poder absoluto, China ha intentado desesperada y agresivamente expandir su influencia a todo el mundo. El jefe del régimen autocrático imaginó convertirse en el hombre que llevaría al país por sobre la potencia que quería destronar, Estados Unidos, y elevarse de esa manera por encima del altar que la historia local había reservado para Mao Zedong. Pretendía que su nación pasara de ser simplemente “el gigante asiático” a trasmutar en un imperio de alcance mundial.
Beijing debía extender, entonces, su presencia territorial en todo el planeta. Xi supo que el dinero acumulado durante los años de bonanza económica serían un buen vehículo para el desembarco en regiones lejanas, como África o América Latina. Esa búsqueda de influencia-dependencia fue acompañada de varias promesas que resultaban soluciones mágicas para gobiernos débiles institucionalmente, que aceptaron con los brazos extendidos las condiciones impuestas.
Se trataba -en teoría- de inversiones en infraestructura crítica y sensible, rescates y salvamentos financieros por fuera de las instituciones internacionales, apoyo diplomático ante conflictos geopolíticos o simplemente créditos para el desarrollo económico, que paradójicamente la región latinoamericana fue decrecer en la última década. Para eso diseñó, entre otras cosas, la Iniciativa de la Ruta de la Seda.
Beijing exigía a cambio amor incondicional, sin reparos ni peros. Más que amor, devoción. Hasta que ese idilio se tranformaría, poco a poco, en extorsión. Pero al mismo tiempo que tejía estos vínculos, sabía que necesitaba mejorar su situación en el Indo-Pacífico.
Ese proceso de intercambio de intereses por necesidades terminó de dejar a la intemperie a aquellos países que se entregaron -desamparados- a las exigencias y manos de Xi, sin capacidad de maniobra ante otras posibilidades de negocios, comercio o inversiones. También encorsetó sus vínculos políticos y diplomáticos. En América Latina lo vivieron varios países: Argentina es el último ejemplo. El swap en yuanes para fortalecer las reservas fue puesto en suspenso por Beijing luego -principalmente- de que el gobierno de Javier Milei quedara a un paso de la adquisición de los cazas norteamericanos F-16.
Otros países lo vivieron en el pasado reciente. La pandemia del coronavirus -originada en la mismísima China- frenó cadenas de envíos de productos a los que el régimen señalaba como “contaminados” sin más pruebas que la palabra de un funcionario con exceso de temor o exceso de mandatos. Incluso, la autarquía exigía a los gobiernos damnificados por esa pérdida comercial que permitieran a funcionarios de su país inspeccionar puertos y aduanas en el extranjero para controlar los procesos de elaboración y embalaje de los productos cuestionados.
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