Luis Barragán @LuisBarraganJ
Aquella vez, amaneció Cuba sin Fulgencio Batista en el poder. Una cruel y corrompida dictadura finalizaba bajo el contundente rechazo de la población que supo canalizar y expresar muy bien Fidel Castro desde las montañas de Sierra Maestra, fruto de las interesadamente olvidadas y complejas negociaciones políticas con el resto de la oposición a la que apuñaló volteando la esquina.
En la prensa venezolana de entonces, la caída del autócrata fue festejada como propia, semejante a lo ocurrido con Pérez Jiménez, aunque nadie sospechaba del perfecto empedramiento del camino con todas las mejores intenciones del mundo que condujo a los isleños al infierno. Un descenso extraordinario del país que ostentó una superior calidad de vida aún bajo los estragos del autoritarismo, puntero latinoamericano en las ciencias médicas o el liderazgo político parido por la universidad, hasta sucumbir con asombrosa prontitud – esta vez – bajo el morbo exacto de un totalitarismo hambreador.
Medio siglo y tanto después, como el bloqueo, todavía el divertido Batista es excusa para el régimen comunista y, colándose en las novelas de Leonardo Padura hasta lo posible, la vida cotidiana es la de una radicalísima supervivencia, depresiva y conmovedora. Mejor coladura todavía, son los testimonios que las redes digitales exhiben de la rutina cubana, a través de videos y fotografías que no sorprende que se parezcan demasiado a la Venezuela del presente siglo.
Guardando las proporciones, con un parecido a la diáspora que se agigantó tempranamente entre los caribeños, siendo la nuestra la que tardó algo en masificarse. Además, nada casual, la propia dictadura habanera no sólo la estimuló, sino que se encargó de estereotiparla y los gusanos fueron objeto de una inclemente y vergonzosa xenofobia en las más variadas latitudes.
Hubo importantes rectificaciones y precisiones de los antiguos partidarios venezolanos de la mítica revolución cubana, pero arribaron al poder finalmente sus más ciegos fanáticos, superada la guerra fría para reafirmar la triste paradoja. La otra, no menos triste, está representada por la muerte de Pablo Milanés en el Madrid de sus varios exilios condensados con la propia muerte lejos de casa, mientras Silvio Rodríguez, igualmente integrante de la trova tan simbólica e identitaria, lo más lejos que ha llegado es a asegurar que ignoraba aquella tan sistemática violación de los derechos humanos aun teniendo la suerte de viajar por el mundo.