Luego de perder 2 horas y 38 minutos en los cines viendo la más reciente malsana entrega del director Ridley Scott, Napoleón, deberíamos por lo menos rescatar uno que otro aprendizaje de la atropellada interpretación de uno de los más icónicos líderes militares de la historia.
Napoleón Bonaparte, un comandante de artillería oriundo de Córcega, ascendió a la fama durante los años inmediatos a la Revolución Francesa. Sin haber formado parte de la sangrienta revolución, el joven militar corso logró inmiscuirse en los más altos asuntos de la Convención Nacional en París, al igual que posteriormente del Directorio. Este pequeño detalle de cómo un “extranjero” logró en menos de 5 años pasar de ser nadie a ser el líder de la Francia posrevolución, es el perfecto ejemplo de aquello que afirmó Hannah Arendt en 1971: “Los revolucionarios no hacen revoluciones. Los revolucionarios son aquellos que saben cuándo el poder está en la calle y luego deciden tomarlo”.
Contextualicemos las primeras escenas de esta lamentable entrega cinematográfica en la historia registrada. Durante los 70 años previos a la Revolución Francesa (1789) la población de Europa aumentó de 100 millones a 200 millones. En Francia, la clase media triplicó sus números (llego a ser un 10% de la población) y la modernización de los centros urbanos concentró un 20% de la población en pueblos y ciudades. París solo tenía poco más de 600.000 habitantes. Durante esos 70 años previos a la revolución, el reino de Francia estuvo involucrado en la guerra de sucesión española (1701-1713), la guerra de sucesión austríaca (1740 a 1748), las guerras carnáticas contra el Reino Unido por territorios en India (1744-1763), la Guerra de los Siete Años (1756-1763), la primera guerra librada en varios continentes a la vez, con enfrentamientos en Europa, las Américas, en la costa occidental de África y hasta Asia en las Filipinas, y la Revolución Americana, entre otros conflictos intracontinentales de menor escala. Así que, en 1789, con cambios demográficos históricos, una monarquía que resistía las reformas, la presión de las ambiciones de una nueva clase media y con altos impuestos y las arcas del Estado vacías, la revolución estalló por su propia cuenta y fueron unos cuantos revolucionarios que recogieron este poder vivo y anárquico de las calles y dieron inicio a un ciclo de violencia que llevó a un joven comandante de una isla del Mediterráneo a ser coronado emperador.
l terror
Tan solo 4 años después del inicio de la Revolución, Betrand Barère, uno de esos revolucionarios de la nueva clase media (un periodista y masón) que supo recoger el poder de las calles, famosamente decretó ante la Asamblea Nacional: “¡sí, hagamos del terror la orden del día! ¿¡los realistas quieren sangre!?, ¡muy bien, la tendrán!, ¡les daremos la sangre propia, de los conspiradores…¿quieren destruir la Convención?, ¡malvados, la Convención les destruirá!, ¿querían hacer desaparecer la montaña?, ¡muy bien, la montaña les aplastará!”. Dos días después de su discurso, la Asamblea Nacional de Francia creó un ejército para reprimir a los opositores internos del nuevo gobierno. El reinado del terror duró un año, hasta 1794. En un año, más de 16.000 personas recibieron penas de muerte en Francia y fueron ejecutadas públicamente en las plazas de las ciudades. Otras 12.000 personas fueron asesinadas en el nombre de la Revolución, sin una sentencia de un tribunal. Otras 10.000 murieron de hambre en prisión.
El famoso Robespierre luego justificó el reino del terror asegurando que “el terror no es más que una justicia rápida, severa e inflexible; es, pues, una emanación de la virtud. Es menos un principio en sí mismo que una consecuencia del principio general de la democracia, aplicado a las necesidades más apremiantes de la patria”. Irónicamente tanto Barère como Robespierre fueron luego arrestados por traición. Robespierre fue ejecutado en 1794, tan solo 5 años después de la Revolución, en París. Luego de que la guillotina separara su cabeza del cuerpo, la multitud en la plaza de la Revolución celebró con aplausos y vítores que duraron más de 15 minutos, en donde solo cesaron para presenciar la siguiente ejecución. Robespierre fue tan solo el décimo de más de 25 ejecutados ese día.
Un mundo en guerra
Historiadores marcan la muerte de Robespierre como el fin del reino de terror, pero el terror en las calles de París continuó. En 1795 fue el mismo, entonces general, Napoleón Bonaparte quien abrió fuego contra civiles realistas con más de 40 cañones en la capital, más de 400 civiles quedaron mutilados en las avenidas de la ciudad de las luces.
El general Bonaparte, tras exitosas campañas militares en Italia y Egipto, lideró un golpe de Estado en 1799, para convertirse en el primer cónsul de la Republic, y en 1804 se coronó como emperador, en la catedral de Notre Dame, y se coronó rey de Italia en 1806. Pero lo más sorprendente es que desde su llegada al poder hasta 1815, es decir, en menos de dos décadas, Napoleón libró guerras contra el Reino Unido, el Sacro Imperio Romano Germánico, Austria, Prusia, Rusia, España, Suecia, Portugal, el Imperio Otomano, Hungría, Liechtenstein, Montenegro, Nassau, el Reino Unido de los Países Bajos, los Estados Pontificios, Irán, Cerdeña, el Reino de Sicilia, Suiza y Dinamarca. Durante las guerras napoleónicas, Francia y sus aliados perdieron más de 2 millones de soldados, y las coaliciones contra el emperador perdieron más de 4 millones de los suyos. Estas guerras además dieron pie a las revoluciones en América Latina. En Venezuela, por ejemplo, el 19 de abril de 1810 la Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII (el depuesto rey de España, quien fue suplantado por José Bonaparte, hermano de Napoleón) dio pie a los movimientos de independencia de los países bolivarianos en desobediencia al imperio napoleónico. Los conflictos entre naciones del mundo occidental continuaron con enfrentamientos en las Américas, el continente africano y el sudeste asiático. Fue solo tras el final de la Segunda Guerra Mundial que se logró un consenso que puso fin a las guerras entre grandes potencias. Un consenso que duró casi 8 décadas.
Orden mundial liberal
El orden mundial liberal le debe su éxito a la diosa Fortuna. Para 1948 el mundo tenía muy claro las atrocidades de las cuales era capaz el fascismo. Hitler y su capacidad de movilizar a un país entero a cometer genocidio premeditado e invadir toda Europa, dejó una cicatriz imposible de borrar en la psique de las poblaciones del mundo. De la misma manera, tras el fin de la alianza necesaria entre la U.R.S.S. y las potencias de occidente durante la Segunda Guerra Mundial, el mundo volvió a tener presente las más de 200.000 personas ejecutadas por los revolucionarios bolcheviques entre 1917 y 1922 y las 7 millones de víctimas del Holodomor (muerte por hambre) en Ucrania en los años 30. Esta realidad de los excesos del fascismo y del comunismo permitió que el liberalismo y la democracia surgieran como la mejor forma de gobierno. Incluso dentro de los sistemas democráticos, los partidos más centristas, tanto de izquierda como de derecha, cautivaban mayor atención por el efecto de estrés postraumático generalizado que ocasionaban las ideas más radicales. En todo el mundo democrático, la derecha centrista entendió que era mejor ofrecer un colchón social mínimo a una liberalización salvaje. Y la izquierda centrista entendió que no podía sofocar el capitalismo y el sector privado, sin perjudicar el bienestar social. El balance de las fuerzas políticas a nivel nacional además permitió estabilidad en las relaciones internacionales, lo cual disminuyó a cero los conflictos armados entre grandes potencias. La globalización, en sí, es producto de esta paz.
Sin embargo, tras el fin de la Guerra Fría la soberbia de occidente en pensar que el liberalismo había vencido por virtud de grandes, y no por la fortuna que solo la moderación puede presupuestar, trajo fin al balance. La izquierda radical de hoy tiene razón en criticar al neoliberalismo salvaje, que llegó a pensar en los años 90 que el comercio inevitablemente liberalizaría al resto del mundo y la democracia sería aceptada y deseada a nivel global. EE.UU. y sus aliados pensaron que el colapso de la U.R.S.S. era una coronación, así como Napoleón se creyó emperador por 10 años. EE.UU. y sus aliados pensaron que el orden mundial liberal que construyeron estaba en balance y no que la Guerra Fría funcionaba como un pegamento que permitía un cierto grado de injusticia con tal de mantener el balance.
Desde 1948 hasta 1991, EE.UU. intervino militarmente en más de 50 ocasiones en más de 30 países. El mismo Napoleón dijo: “No debes luchar demasiado a menudo con un enemigo, o le enseñarás todo tu arte de la guerra …” Y en ese sentido aquellos en la extrema derecha y la extrema izquierda han comprobado el final de esa cita de Bonaparte: “La victoria pertenece al más perseverante”. No es coincidencia que tras el fin de la Guerra Fría, en tan solo dos décadas haya ocurrido el Brexit, la llamada Revolución Bolivariana, el auge de China, y un sinfín de victorias de extremistas, en ambos lados del espectro político.
Hoy, nuevamente, nos encontramos en un momento de grandes cambios demográficos, con una clase media global más amplia, la que está exigiendo revisión del sistema de los frutos que prometió una élite que se resiste al cambio, y arcas del Estado vacías por malversación. Lo vemos todos los días en los periódicos, el poder está en las calles, poder sin control. Y los revolucionarios, recordemos, no son más que aquellos que aprovechan el momento para tomar control, la historia los embellece, pero son simples oportunistas. Allí está Bukele, Milei y Petro, Boric … no aptos para gobernar, pero con la astucia de reconocer a Fortuna. Apoyemos a aquellos moderados que tienen esa misma astucia ya que “Dichosísimo es aquel que corriendo por entre los escollos de la guerra, de la política y de las desgracias públicas, preserva su honor intacto” (Simón Bolívar). Que sea este el aprendizaje que nos dejó Bolívar, un revolucionario que supo cuándo entregar el poder y el balance necesario para la paz que tanto anhelamos.