Huracán sobre el azúcar, título de la serie de artículos que Jean Paul Sartre escribió luego de su visita a Cuba a mediados de 1960, concluye con la frase “Los cubanos deben triunfar, o lo perderán todo, hasta la esperanza”. En aquella ocasión se refería al triunfo de la revolución cubana sobre sus enemigos. De vivir hoy, el filósofo, que junto a Simone de Beauvoir rompió públicamente con el régimen cubano en 1971, se referiría con esa misma frase al pueblo cubano sin esperanza y arrinconado en el hambre por su enemigo real: la revolución castrista.
Esta semana, el régimen cubano apeló al Programa Mundial de Alimentos de la ONU, solicitando ayuda para proveer de leche a los niños menores de siete años. Asimismo, las autoridades reconocieron que el país no tendrá harina para garantizar el pan de la cesta básica al menos hasta fin de mes.
El salario mínimo en la isla no redondea los siete dólares, la pensión no llega a cinco y el sueldo promedio mensual es de catorce dólares. El mismo país que, en 1958, antes de la revolución socialista, promediaba un estándar de vida similar al de Argentina y Uruguay, entre los más altos de Latinoamérica, y un ingreso per cápita superior al de España.
Pero cayó en manos de una revolución parasitaria, que expropió y destruyó la capacidad productiva privada, incluida la mayor industria azucarera del mundo; que retrotrajo al país al feudalismo, convirtiendo a los cubanos en siervos de la gleba del señorío revolucionario, sin derecho a la tierra ni tampoco a salir de la misma, y que sobrevivió económicamente, amamantada por los rublos soviéticos durante tres décadas, y luego socorrida por los petrodólares venezolanos.
No obstante, Cuba sirve de modelo a otra revolución que, con el petróleo, hizo lo mismo que Castro con el azúcar y es promesa de una pobreza tan longeva como la cubana.