El autoritario presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, enfrenta un momento decisivo que determinará el destino de su mandato y el rumbo de su atribulado país.
El 28 de julio, el líder de la nación con la mayor reserva petrolera del mundo —y que aun así ha visto cómo millones de sus habitantes han huido en medio de una devastadora crisis económica— enfrentará su reto electoral más difícil desde que asumió el cargo en 2013.
Las encuestas muestran que su principal oponente, un exdiplomático de bajo perfil llamado Edmundo González, lleva una amplia ventaja.
A González lo respalda una aguerrida líder de la oposición, María Corina Machado, quien ha cautivado votantes mientras viaja por todo el país, haciendo campaña por él con la promesa de restablecer la democracia y reunir a las familias separadas por la migración.
Del otro lado está Maduro, un habilidoso operador político que durante años ha logrado superar su impopularidad inclinando las urnas electorales a su favor. Podría utilizar las mismas tácticas para rasgar otra victoria.
Sin embargo, hay un comodín: Maduro podría también perder, negociar una salida pacífica y entregar el poder.
Pocos venezolanos esperan que Maduro haga eso. En su lugar, analistas políticos, expertos en elecciones, figuras de la oposición y cuatro ex altos funcionarios del gobierno de Maduro entrevistados por The New York Times creen, basándose en su historial, que probablemente esté considerando múltiples opciones para retener el poder.
Según ellos, el gobierno de Maduro podría inhabilitar a González, o a los partidos que representa, y así eliminar a su único contendiente serio.
Maduro podría permitir que transcurra la votación, pero valerse de años de experiencia manipulando elecciones a su favor para suprimir la participación, confundir a los votantes y, en última instancia, ganar.
Pero también podría cancelar o posponer las elecciones, inventando una crisis –una opción podría ser una creciente disputa fronteriza con la vecina Guyana— como excusa.
Por último, Maduro podría simplemente manipular el recuento de votos, afirmaron analistas y figuras políticas.
Eso sucedió en 2017, cuando el país celebró una votación para seleccionar a un nuevo órgano político para reescribir la Constitución. La empresa que proporcionó la tecnología para la votación, Smartmatic, concluyó que los resultados habían sido manipulados “sin lugar a dudas”, y que el gobierno de Maduro reportó al menos un millón de votos más de los que realmente se emitieron. (Smartmatic cortó sus lazos con el país).
Zair Mundaray, exfiscal durante el gobierno de Maduro que salió del país en 2017, afirmó que el país había llegado a un momento crítico. Incluso los simpatizantes de Maduro, agregó, “están claros de que está en una minoría”.
Haga lo que haga Maduro, las elecciones las seguirá muy de cerca el gobierno de Estados Unidos, que durante mucho tiempo ha tratado de que salga del poder, asegurando que quiere promover la democracia en la región, pero también buscar un socio amistoso en el negocio petrolero.
En los últimos meses, el deseo del gobierno de Biden de mejorar las condiciones económicas dentro de Venezuela se ha intensificado, ya que cientos de miles de venezolanos se han desplazado al norte, creando un enorme reto político para el presidente Joe Biden en vísperas de su candidatura a la reelección.
Maduro ha dejado claro que no tiene intenciones de perder las elecciones, y ha acusado a sus oponentes de tramar un “golpe de Estado” en su contra y le ha dicho a una multitud de simpatizantes en un evento de campaña que “vamos a ganar por paliza”. Cuando eso suceda, afirmó, sus oponentes con seguridad dirán que hubo fraude.
Representantes del Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información y del Consejo Nacional Electoral no respondieron a solicitudes de comentarios.
Maduro, de 61 años, llegó al poder tras la muerte de Hugo Chávez, el fundador carismático del proyecto socialista de Venezuela.
Maduro, quien fue vicepresidente, fue elegido por Chávez en 2013 como su sucesor. Pero muchos venezolanos predijeron que fracasaría, alegando que carecía de los dotes de oratoria, astucia política, vínculos militares y lealtad pública de los votantes que tenía su antecesor.
Se equivocaron.
Maduro ha sobrevivido a una crisis económica prolongada en el que la inflación año tras año se disparó hasta el 65.000 por ciento; varios ciclos de protestas a nivel nacional; una serie de intentos de golpe de Estado y asesinato; y un esfuerzo en 2019 de un joven diputado llamado Juan Guaidó para instalar un gobierno paralelo dentro del país.
Maduro ha logrado evitar alguna oposición dentro de las filas de su propio círculo íntimo. Además, ha sorteado el castigo de las sanciones estadounidenses fortaleciendo los vínculos comerciales con Irán, Rusia y China y, según International Crisis Group, permitiendo que altos mandos militares y otros aliados se enriquezcan mediante el tráfico de drogas y la minería ilegal.
A pesar de sus precarias cifras en las encuestas, “nunca ha estado tan fuerte como ahora”, escribió el año pasado Michael Shifter, experto sobre Latinoamérica desde hace tiempo, en la revista Foreign Affairs.
Pero las elecciones, que se celebran cada 6 años, han surgido como el que tal vez sea su desafío más grande.
El gobierno ya está tratando de incidir en el voto a favor del presidente.
Los millones de venezolanos que han huido a otros países —muchos de los cuales probablemente votarían contra él— han enfrentado enormes obstáculos para registrarse para la votación. Por ejemplo, algunos funcionarios venezolanos en el extranjero se han negado a aceptar ciertas visas comunes como prueba de la residencia de los emigrantes, según una coalición de grupos de defensa de derechos.
Los expertos en elecciones y activistas de la oposición afirman que de 3,5 millones a 5,5 millones de venezolanos elegibles para votar viven actualmente fuera del país, es decir, hasta una cuarta parte del electorado total de 21 millones de personas. Pero solo 69.000 venezolanos en el exterior han podido registrarse para votar.
Las organizaciones de vigilancia afirman que negarle a una cantidad tan grande de ciudadanos el derecho a votar constituye un amplio fraude electoral.
Dentro del país, también se están desarrollando esfuerzos para obstaculizar la votación.
El Ministerio del Poder Popular para la Educación informó en abril que iba a cambiar los nombres de más de 6000 escuelas, que son por lo general centros de votación, posiblemente complicando los esfuerzos de los votantes para encontrar sus lugares de votación asignados.
Entre los partidos menos conocidos en una votación ya de por sí complicada —los votantes elegirán entre 38 casillas con los rostros de los candidatos— hay uno que usa un nombre casi idéntico, así como colores similares, a los de la coalición opositora más grande que respalda a González, lo que podría diluir sus votos.