El sol abrasador del verano caribeño castigaba a todo aquel que se atreviera a enfrentarlo en las calles de Caracas. Al mediodía, no había sombra en el callejón sin salida que conduce a las puertas del Centro de Detención Zona Siete de Boleíta, en la zona este de la capital.
Aun así, cientos de padres, hermanos, primos, hijos, sobrinos y tíos permanecían firmes en una única fila estática. Todos buscaban información sobre familiares que habían sido detenidos durante los días de disturbios y protestas que siguieron al anuncio de los resultados de las elecciones presidenciales, que otorgaron a Nicolás Maduro, el presidente cada vez más autoritario de Venezuela, un tercer mandato tras 11 años en el poder.
Hernán García, un hombre de 40 años, de piel morena y rasgos ligeramente indígenas, estaba acompañado por su padre. Los dos buscaban información sobre el joven Luis, que acababa de cumplir 19 años y había desaparecido tras seguir a amigos y vecinos hacia el centro de Caracas para protestar contra los resultados electorales.
La victoria de Maduro fue considerada fraudulenta por la oposición y no ha sido reconocida por varios países de la región ni por gran parte de la comunidad internacional. Hernán escuchó de sus vecinos que Luis había sido detenido cerca de su casa cuando regresaba de las protestas.
García dijo que esperaba averiguar de qué se acusaba a Luis y por qué.
«O sea, ¿por qué no me dicen nada de él? Y voy y pregunto y siguen sin decirme nada», dijo casi 48 horas después de la desaparición de su hijo. Era la primera vez que el joven salía a las calles a protestar.
Hernán y Luis viven en Petare, un grupo de favelas con más de 400.000 habitantes que siempre ha sido uno de los bastiones del chavismo. Por primera vez en 25 años de chavismo —el proyecto de socialismo del siglo XXI del fallecido presidente Hugo Chávez que aún sigue en marcha bajo el gobierno de Maduro— miles de residentes de los barrios más pobres de Caracas han salido a las calles en protesta.
Chávez obtuvo el apoyo popular para el movimiento a través de un exitoso programa de transferencia de ingresos que sacó a millones de venezolanos de la pobreza. Por primera vez en la historia de Venezuela, el dinero de los abundantes pozos petroleros del país llegó a los más pobres.
Y Chávez tuvo una inmensa suerte. Cuando asumió la presidencia en febrero de 1999, un barril de petróleo valía unos 23 dólares. Luego, el precio aumentó drásticamente, llegando a más de 200 dólares en 2008. Hasta su muerte por cáncer en 2013, Chávez gobernó con precios del petróleo casi siempre por encima de los 120 dólares por barril.
Con tanto dinero en las arcas nacionales, amplió los subsidios estatales, especialmente en programas para los más pobres. Casas, autos, viajes, atención médica… el gobierno pagó todo, recaudó pocos impuestos y no diversificó la economía.
A los pocos meses de la muerte de Chávez, el precio del petróleo se desplomó. Y Maduro, exchofer de autobús y heredero político de la revolución chavista, enfrentó quizás la crisis más profunda en la historia reciente de Venezuela. Entre la muerte de Chávez y las disputadas elecciones del 28 de julio, en las que Maduro ha logrado su segunda reelección, casi 8 millones de venezolanos -el 25 % de la población- han abandonado el país huyendo del hambre, la represión y la absoluta falta de perspectivas.
Los más ricos se fueron durante el gobierno de Chávez, en la primera década de los 2000. Pero fue durante los años de Maduro en el poder que los más pobres emigraron en masa, huyendo de una crisis económica que llevó a Venezuela al borde de una crisis humanitaria sin precedentes en la historia latinoamericana.
Incluso con Rusia y China apoyando a Maduro y evitando que Venezuela colapse, la vida sigue siendo difícil para los venezolanos que decidieron quedarse.
En el barrio 23 de Enero, donde descansa el cuerpo de Chávez, Jorge, un jubilado que se negó a dar su apellido por miedo a los colectivos —grupos paramilitares extrajudiciales que apoyan al gobierno bolivariano— dijo que está cansado del chavismo.
«Estamos en la miseria, y [los funcionarios del gobierno] son gordos, andan en sus todoterrenos», dijo. «Ellos obtienen todo, y nosotros no obtenemos nada».
A su lado estaba Roberto, quien dijo que todavía cree en la revolución, en el chavismo, y, en consonancia con su narrativa oficial, cree que los problemas de Venezuela son el resultado del bloqueo económico de Estados Unidos al país.
«Todavía podemos hablar, pero aquí estamos divididos», me dijo Jorge después de que Roberto, su amigo oficialista, se fuera a casa en vísperas del día de las elecciones.
Cuando se anunciaron los resultados electorales en la madrugada del 29 de julio, no hubo celebración pública en Caracas, salvo algunos actos en el Palacio de Miraflores, sede del gobierno. Las calles de la capital estaban vacías, señal de que los próximos días serían tensos.
Menos de 24 horas después de que se anunciara la victoria de Maduro, Caracas estaba en llamas. Por primera vez en más de dos décadas, miles de residentes de las zonas más pobres descendieron de las colinas y salieron a las calles a protestar.
Frente a las fuerzas de seguridad preparadas que los esperaban, los manifestantes intentaron romper las barricadas con palos y piedras, pero no pudieron hacer frente a los hombres armados que disparaban gases lacrimógenos y balas de goma, algunas de ellas reales.
La oposición convocó una manifestación al día siguiente en un barrio de clase alta de Caracas, que atrajo a miles de personas. Se produjeron nuevos enfrentamientos, seguidos de más arrestos. En los días siguientes, el gobierno atacaría a las comunidades más pobres con una campaña represiva para sembrar el terror en el corazón de lo que había sido durante mucho tiempo la base leal y confiable del chavismo.
«Están patrullando todas las noches, arrestando a quien encuentran en la calle, sin que parezca que tengan un objetivo específico», dijo Yessica, una mujer de Petare que esperaba en la puerta de un centro de detención, desesperada por noticias de su hija, que había estado desaparecida durante días. «Basta con ser pobre, basta con estar en la calle, y te arrestan».
En los dos días posteriores a las elecciones, más de 15 personas habían muerto y cientos habían sido encarceladas. Para fines de la semana, el gobierno había informado que tenía 2.000 prisioneros. Maduro apareció en la televisión estatal para decir que todos los detenidos eran terroristas, culpables de intentar un golpe fascista contra su gobierno. Dijo que serían sentenciados a 30 años de prisión, incluidos trabajos forzados para construir carreteras.
«No hemos tenido acceso a los prisioneros, pero nos informaron que están siendo llevados a tribunales de terrorismo», dijo Stefania Migliorini, abogada de Foro Penal, una organización no gubernamental que brinda asistencia legal a las víctimas de la represión en Venezuela.
La noticia de la represión tuvo efecto. En cuestión de días, ya no quedaba ningún manifestante en las calles.
El 3 de agosto, María Corina Machado, líder de facto de la oposición en Venezuela, convocó a una nueva manifestación para denunciar lo que ella misma ha llamado fraude electoral, en un barrio de clase media alta de Caracas.
Miles de personas acudieron, pero pocos de los que salieron a las calles provenían de los barrios más pobres. Esta vez, la mayoría de quienes protestaron contra el chavismo eran de clase media, con un alto nivel educativo y predominantemente blancos, muy diferentes de quienes están en las cárceles venezolanas por salir a las calles contra el régimen.
¡Conéctate con la Voz de América! Suscríbete a nuestros canales de YouTube, WhatsApp y al newsletter. Activa las notificaciones y síguenos en Facebook, X e Instagram.